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Un poeta de barrio es incapaz de hallar las palabras precisas para tratar de acercarse a describir las sensaciones vividas esa tarde de invierno. Primero, porque desconoce el amplio abanico que nos ofrecen las lenguas para definir situaciones intangibles, etéreas, casi sublimes y segundo, porque imagina la infinidad de cócteles de sentimientos para los cuales todavía nadie ha esculpido las justas palabras que los etiqueten. Conocemos los más puros, pero no las mezclas que surgen de amasarlos en diferentes proporciones.
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Esa tarde de invierno, paseando en bici, con el humo saliendo de las chimeneas de las casas como única señal de vida de un pinar neutro, dormido, acallado, con sus olores hibernando ovillados unos con otros esperando poder explotar y exibirse en primavera, acompañado de una personita nacida del amor y crecida del cariño, que se expande aprisa, como la luz de una estrella, en todas direcciones, incapaz de captar todos sus destellos, sus inquietudes, sus certezas, gozando de sus pensamientos en voz alta, devolviendo sus cortas y simples preguntas.
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Cómo es posible que un momento tan común, pueda dar sentido a la vertiginosa lucha diaria que supone la existencia. Ese instante de pausa, me hizo recordar aquello que quien busca y necesita algo con vehemencia, no lo encontrará, tal vez porque tiene una idea falsa que lo que busca y aunque lo tenga delante de sus narices no lo reconocerá. Quizá sea mejor no andar buscando nada, pararse en el camino y abrir la parte más sensible de nuestros sentidos para captar lo que nos está atravesando a cada momento,
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Esa tarde de invierno, un destello de felicidad eterno, un soplo de sencilla y absoluta plenitud.
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