Planteo mis desplazamientos como pequeños viajes, miniaventuras en los que trato de degustar al máximo cada rincón que me ofrece el camino. Por supuesto, selecciono aquellos itinerarios alejados de bullicios, de zarpazos entre neumáticos y asfaltos, de esqueletos de hormigón oxidados por la crisis, de grandes promociones publicitarias para Navidad.
Prefiero sentir la naturaleza, notar el cambio de las estaciones, participar en la danza de aromas que la lluvia arranca al golpear las flores y la seca tierra del suelo, oír los sonidos que bajan de los nidos, abrir los ojos, guardar silencio y respetar todo ese misterio.
Hoy en día lo que prima es tratar de llegar lo antes posible al destino. La duración del viaje es un concepto negativo, una losa que lastra nuestra libertad de disponer de un precioso tiempo extra, la mayoría de las veces dudosamente aprovechado en nuestra mejora personal o de la comunidad.
Es tal la velocidad con la que vivimos nuestras vidas, que a veces no vemos las señales que otros han dejado para identificar nuestro camino.
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